Trabajamos para que los Cuidados estén en el centro de las políticas. Revista La Karishina nº18

Trabajamos para que los Cuidados estén en el centro de las políticas.

Cuando mi hermano mayor nació, mis padres pasaban por una situación económica muy apurada, por lo que no tuvieron más remedio que llamar a Don Ángel, el practicante para que asistiera al parto en casa, lo cual resultaba muchísimo más barato que acudir al hospital. Al recién nacido le costó despegar y ante la angustia por la falta de crecimiento, el practicante aconsejó a mi madre que le diera sangre de caballo que se compraba en una vaquería en el centro de Madrid.  Una prole de siete hijos que alimentar, vestir, cuidar y educar. La atención a tu marido, a la vez que trabajas en lo que puedes para estirar el dinero del mes y todo sin descuidar tu imagen, que el régimen exigía no solo guardar las formas, sino que además tenían que estar guapas e impecables, no dejaba tiempo para la protesta o la queja. Llegaba extenuada a la noche, para comenzar de nuevo al día siguiente, con las tareas propias del hogar. Limpiar, comprar, lavar, cocinar, atender a la niña que tiene paperas, asegurarte de zurcir los calcetines y alargar los dobladillos de la falda del uniforme para que le sirva a la hija más pequeña…y en los ratos libres tricotar para la tienda de la esquina…. Esta era la realidad de las madres españolas durante el franquismo, que ante la ausencia de servicios esenciales, tejían alianzas con vecinas y parientas,  gestionando la red de crianza,  sabias boticarias, enfermeras,   guardianas de la virtud de sus hijas,  recicladoras de todo, descanso del guerrero, sostén de los abuelos, educadoras, costureras, tejedoras de solidaridad en el barrio, solucionadoras de lo cotidiano, remendadoras del dolor del maltrato, grandes economistas de la peseta….entre muchas otras prestaciones sin reconocimiento económico y social.

Podemos decir sin lugar a equivocarnos, que en casa, las amas de casa gestionaban las políticas de lo que hoy llamamos Estado de Bienestar. Y todo sin voz, ni voto. Porque la legislación las situaba como eternas menores de edad bajo la tutela del varón. Ya sea su marido, padre o hijo…La tutela no llena la soledad. Cuando todos partían al trabajo “de verdad” (porque el suyo no era considerado trabajo, sino sus labores), y al colegio, ellas se quedaban en el silencio interrumpido por el ruido de la lavadora, los consejos de Elena Francis, y el pedaleo de la Singer. Diez minutos antes de las dos, cuando todos regresaban para comer dos platos y postre, dejaban la bata y el delantal, para mostrarse divinas a su marido e hijos, como si no hubieran movido la zapatilla en todo el día.

Mi madre decía que ella no era rebelde. Que era el tiempo que le había tocado vivir. Pero hizo lo imposible porque sus hijas estudiaran y fueran independientes. Cuando un día, en la década de los setenta, nos plantamos con los panfletos reclamando igualdad y quemamos los sujetadores para reivindicar el derecho a nuestro cuerpo. Ella solo, no nos desanimó, sino que se aseguró de planchar las pancartas para que salieran bien estiradas, para que los grises que nos perseguían, no olvidaran que las niñas buenas van al cielo, las malas a todas partes.

Mi madre no pudo elegir. No la dejaron elegir. Pero trabajo sin descanso para que yo pueda hacerlo. Por eso, soy sindicalista y feminista. Si ella hubiera tenido la voz que hoy yo tengo, estoy segura de que habría creado un ministerio de cuidados, con presupuesto, con personas cualificadas, pero sobre todo con reconocimiento social. Porque sabía que en realidad, el trabajo más importante, es justamente el que menos se ve. El que siguen haciendo las mujeres hipotecando tiempo y oportunidades. El que hacen las trabajadoras con contratos precarios y salarios de subsistencia. Si, hija, me decía, habéis avanzado mucho, pero todavía los esencial, sigue siendo invisible a los ojos. Por ella, por todas ellas, trabajamos para que los cuidados y la igualdad estén en el centro de las políticas.

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